Lo primero que
se debe resaltar al hablar de la ética de Aristóteles, es su carácter
teleológico. La idea de finalidad (télos) preside esta obra desde su comienzo,
en el que Aristóteles compara al ser humano con un arquero apuntando al blanco.
Si el fin del arquero es dar en el centro de la diana, parece que todo el mundo
se pone de acuerdo en señalar el fin propio del ser humano: la felicidad. Por
eso se dice también que la ética aristotélica es una ética de la felicidad
(eudemonismo). Siendo así, lo que nos propone Aristóteles en la Ética a
Nicómaco es precisamente un modelo de felicidad, de vida buena. La pregunta
central de toda esta obra, en torno a la cual se vertebra su contenido sería: ¿Qué es la felicidad? ¿Cómo se consigue?
La respuesta aristotélica, como no podía ser menos, huye de cualquier clase de
reduccionismo o receta sencilla. De hecho, el filósofo griego comienza
reconociendo la dificultad intrínseca de la cuestión: aunque todos reconozcan
que la felicidad es el fin propio del hombre, no todos se ponen de acuerdo en
su contenido: hay quien sitúa la felicidad en los honores, las riquezas y la
fama, o quien piensa que la felicidad consiste en la satisfacción de una
carencia. Sin embargo, para Aristóteles cualquiera de estas opciones puede ser
sólo un fin intermedio, y tiene que existir otro fin, que sea último y por el
cual se desea todo lo anterior.
¿En qué consiste este fin último, en función del
cual podemos valorar desde un punto de vista ético todos los demás? Aristóteles
recurre, una vez más, a la naturaleza
humana: la felicidad consistirá en aquello que es más propio del hombre, y así llega el pensador griego a una primera
aproximación del concepto de felicidad: “actividad del alma dirigida por la
virtud”. Llama la atención, en primer lugar, el carácter práctico de esta
definición: la felicidad no consiste sólo en la sabiduría o la contemplación,
sino en el obrar. Alejándose así de Platón (que plantea una ética
intelectualista, entendida casi como una disciplina teórica), Aristóteles entiende
al ser humano como un animal práctico: animal que se desarrolla y realiza en la
sociedad. La felicidad radica, por tanto, en ser virtuoso, en obrar bien.
Haciendo el bien el hombre llega a ser feliz, sin necesitar de ningún tipo de
recompensa externa, ya que “las acciones virtuosas son agradables en sí
mismas”. Lo que podríamos preguntarnos ahora es: ¿y qué es la virtud? Al igual que el estudio del ser propio de la
Metafísica se concretaba en el estudio de la sustancia, la pregunta por
la felicidad nos lleva necesariamente a hablar de la virtud, uno de los
conceptos más importantes de la Ética a Nicómaco.
Aristóteles
distingue dos tipos de virtudes:
dianoéticas (propias del intelecto) y éticas
(propias de la voluntad). Hay que destacar que la ética de Aristóteles huye en
todo momento del intelectualismo moral de Sócrates y Platón: para hacer el bien
no basta con saber, con conocer, sino que es necesario querer hacerlo.
Inteligencia y voluntad deben colaborar en su justa medida, pues para
Aristóteles el ser humano es una inteligencia deseante o un deseo inteligente.
Estas dos partes esenciales del ser
humano, inteligencia y voluntad, son combinadas de un modo adecuado por el
hombre prudente, que es el ejemplo al que nos remite Aristóteles para
explicar qué es la virtud, precisamente porque el prudente es que el elige bien
(sabe elegir, virtud intelectual) y lleva a cabo esa acción elegida. La
prudencia se convierte en una de las virtudes más importantes de la Ética a
Nicómaco. Se define en los siguientes términos: “modo de ser verdadero,
racional y práctico, respeto a lo que es bueno para el hombre”. El prudente es
capaz de determinar qué es lo verdadero en un doble plano: teórico (racional) y
práctico (voluntad). El prudente es el que toma las decisiones adecuadas en el
momento adecuado. Evidentemente, llegar a ser prudente es tarea para toda una
vida, y requiere acumular mucha experiencia y errores.
Aristóteles nos
da dos concepciones, no diferentes sino complementarias, de la virtud ética,
relacionada por tanto con la voluntad:
1. En primer
lugar la virtud entendida como un hábito. En palabras del estagirita sería la
“disposición permanente a obrar bien, tal y como lo haría el hombre prudente”.
Siguiendo esta concepción, no bastaría con obrar bien una vez ni dos para ser
calificado de “virtuoso” sino que sería necesario llegar a formar un hábito. La
virtud es algo que se va aprendiendo a lo largo de la vida, sin tratarse de un
aprendizaje intelectual, sino experiencial, vivido. Se trata de obrar bien el suficiente
número de veces, hasta que logremos obrar bien siempre, hasta que hayamos
formado un hábito.
2. En segundo
lugar, Aristóteles se refiere a la virtud como un término medio. Esta expresión
no debe entenderse en un sentido geométrico, sino ético: es el término medio
“para nosotros” que debe determinar cada individuo en cada situación. La ética
de Aristóteles huye de cualquier clase de recetas: no hay soluciones o reglas
de oro que puedan decirnos en cada caso qué hacer, sino que somos nosotros los que
debemos ser capaces de encontrar ese término medio, que puede variar en
diferentes circunstancias.
¿Quién es entonces el virtuoso? Combinando
estas dos concepciones podríamos decir que es aquella persona que tiene la
costumbre, el hábito de “acertar” en sus decisiones y acciones. Aquel que
decide y hace siempre lo bueno, y que es capaz de hacerlo de un modo habitual:
“Es, por tanto, la virtud un modo de ser selectivo, siendo un término medio
relativo a nosotros, determinado por la razón y por aquello por lo que
decidiría el hombre prudente.” Hasta aquí, pudiera parecer que nos hemos
olvidado de la cuestión inicial: ¿qué es
la felicidad? Sin embargo, lo que hemos estado desarrollando es
precisamente la primera respuesta aristotélica: la felicidad consiste en ser virtuoso. Ahora estamos preparados
para dar una visión más completa. Aristóteles se plantea diferentes estilos de
vida, y se pregunta cuál es el que más nos acerca a la felicidad: así hay quien
vive pendiente de los placeres, de las riquezas, o los honores y la fama. Para
Aristóteles ninguno de estos estilos de vida pueden calificarse de felices:
todos ellos están sujetos a los vaivenes de la fortuna. Las riquezas, la fama o
los honores se van de la misma forma que llegan, son tan efímeros como los
placeres, permanentemente amenazados por la enfermedad o por el envejecimiento
propio de la vida. Por eso dice Aristóteles que la forma de vida feliz es
aquella en la que el ser humano desarrolla sus capacidades propias: la vida teórica.
Si el logos diferencia al hombre del resto de animales, podremos llamar feliz a
aquel ser humano que viva según el lógos,
entendido en un sentido amplio (palabra, pensamiento, razón…) .El hombre que
disfruta con el conocimiento no necesita de nada más y por ello, nada nos
impide llamar feliz al hombre virtuoso, que lleva una vida teórica y que cuenta
además con los suficientes bienes externos (salud, alimentos, vestido,
cobijo…).
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